martes, 22 de abril de 2014

Escribir supone asumir riesgos.

Cuando pierdes algo te empeñas en seguir buscando,
miras una y otra vez dentro del mismo cajón, del mismo bolso,
te abres en canal y te exploras, contemplas cada mirada,
desconfías de cada sonrisa y te haces enemigo hasta del mar,
una fiesta pasa a ser la casa de la que huyes cuando todo va mal,
el consuelo de lo perdido es quedarse a esperar y
algunos, incluso, lloran.
Cuando perdemos a una persona es algo parecido,
con la diferencia de que lo que pierdes no es material,
es físico e irrecuperable.
Cuando alguien se va, cuando ella se va
no hay deseos que pedir ni estrellas que contar,
no quedan cajones en los que buscarla ni bolsos que regalarle,
no tienes que abrirte por dentro porque ya estás roto por fuera,
te acompañan ojeras y recuerdos en cada trazo de tu rostro,
y sí, se fue y ya no contemplas las miradas
ni encuentras la suya al despertar,
las sonrisas son falsas y ni el mar podrá traerla de vuelta,
la única fiesta a la que asistirías sería a
la de sus huesos clavándose en tus rodillas,
a la de su cicatriz mordiéndote las noches,
todo va mal y al final una pérdida siempre es una pérdida,
el desenlace de lo inevitable y
cuando marcharse es la única opción
quedarse a escribir es la solución.

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